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El desembarco de los carroñeros y la tierra arrasada

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Opinión

El desembarco de los carroñeros y la tierra arrasada

"A los padres les preocupa que sus hijos no puedan alquilar ni comprar una casa en su pueblo, pero aquí no hay industria, ni burguesía, ni, por ahora, una alternativa creíble al monocultivo del turismo", escribe Patricia Simón

Un grupo de turistas posa frente al yate de lujo Piacere, de 50 metros de eslora, en el puerto de Málaga. ÁLVARO MINGUITO
Patricia Simón
16 julio 2024 Una lectura de 5 minutos
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Esta artículo se ha publicado originalmente en la revista #LaMarea101. Puedes conseguirla aquí o suscribirte para apoyar el periodismo independiente.

Al principio, solo llegaban en verano. La carretera, los chiringuitos, los restaurantes, los aparcamientos, los supermercados se llenaban de adultos que dejaban a su paso un rastro de olor a aftersun, y de niños y niñas que raramente se mezclaban con sus semejantes aborígenes. Muchos hablaban en un idioma que no entendíamos; otros, parecían sacados de las pantallas de nuestros televisores con su acento «fino», ese habla que nos hacía sentir pequeños frente a quienes esperaban todo el año para venir a donde nosotros vivíamos; ese que, según todas las señales que recibíamos, tendríamos que imitar para, de adultos, lograr vivir en la gran ciudad, donde pasaba todo lo importante.

Con el paso de los años también empezaron a venir, y cada vez más, en Semana Santa y en Navidades. Una orgía de grúas coronaba el horizonte. La vida era una fiesta: el turismo ya no era estacional, habíamos superado la principal debilidad de nuestra economía. Entonces, una banda de extoreros, exfutbolistas, exhosteleros y excamellos llegaron a lomos de sus Mercedes de segunda mano para arrimarse a un empresario de acento burdo que se había lanzado a la toma de las alcaldías de la provincia del Sol. Abrieron centros comerciales y los preadolescentes empezamos a pasar las tardes probándonos camisetas de Inditex. Olía a salitre, a yates de jeques árabes, a chalets del entorno de Putin, a billetes morados.

En la campaña electoral, los madrileños hablaron con los directores de los colegios públicos para regalar viajes a la capital del Reino. El profesorado montaba comicios para que los propios alumnos eligiesen a los afortunados beneficiarios haciéndoles creer que estaban votando al delegado de clase. Con el fin de alcanzar un supuesto resultado justo engañaban a los jóvenes electores. Una escuela precoz del funcionamiento de la democracia y de cómo el fin justifica los medios. La delegación de empollones –empollonas, sobre todo– no fueron llevados a El Prado o al Retiro, sino el estadio del Atlético de Madrid.

A los adultos, los candidatos les repetían que ellos no necesitaban la política para vivir, que, de hecho, ellos ya tenían dinero de sobra por sus empresas, por sus familias, por sus profesiones; que no había nada peor que la política, que se habían sacrificado y aparcado sus carreras para limpiarla de los chiringuitos de los partidos tradicionales, para montar un partido independiente y liberal. Ganaron y, al día siguiente de tomar las alcaldías, limpiaron las calles de yonquis y prostitutas, las llenaron de macetas, de rotondas y de policías locales a caballo; abrieron grandes chiringuitos con música chill out donde se intercambiaban licencias de obra a cambio de maletines, cocaína, relojes y prostitutas ucranianas.

Los hidalgos cambiaron los Mercedes viejunos por Audis y para el pregón de las fiestas contrataban a matrimonios de presentadores que entonces iban de verso libre y que ahora están en nómina de los obispos y de los gobiernos del PP y Vox. Nunca hicieron público a cuánto ascendía la factura por pasearse por el pueblo en coche de caballos saludando al estilo de The Crown. Las plazas cambiaron su nombre por el de folclóricas que en sus visitas alababan la cantidad de plantas y de palmeras que empezaron a llenar las calles a la vez que se vaciaban las arcas municipales y que se multiplicaba la deuda consistorial. Los colonos expoliaban el sur a la vez que las aulas de los institutos se vaciaban de chavales: en la obra, como peones, cobraban hasta 4.000 euros, mientras muchos de sus padres apenas habían rozado los 1.500 en toda su vida profesional. Quienes mantuvieron su objetivo de ir a la universidad se sabían abocados al mileurismo, pero conservaban el hambre por el conocimiento y la educación, cuya falta tanto había lastrado la historia de su tierra. Una tierra de la que, una generación tras otra, habían extraído el sustento mediante huertas y viñedos, y que ahora se vendían por cientos de miles de euros para ser transformadas en apartamentos para los foráneos y una fuente de oportunidades impensables para los autóctonos, que habían pasado en dos generaciones de jornaleros y pescaderos a poder adquirir una buena vivienda, ir de vacaciones a las tierras de los de acento fino, montar un pequeño negocio propio, dejar de quitar mierda a sueldo de las grandes firmas hoteleras. Pero alguien tendría que seguir haciéndolo, y así fue como la cadena de precariedad terminó destinando sus peores empleos a las personas migrantes.

Y llegó 2008, y como las ratas, la turba de comisionistas madrileños fueron los primeros en marcharse, y dejaron las urbanizaciones a medio construir, las persianas bajadas de las fruterías, de los talleres mecánicos, de las peluquerías, de las carnicerías, de las tiendas de ropa, de decoración, de electrodomésticos, de pinturas, y, entonces, muchos de sus propietarios y propietarias perdieron lo pagado en las hipotecas de sus casas, y los hombres llenaban las colas del paro y las mujeres volvían a limpiar a las personas mayores, las casas, las habitaciones de hotel, las cocinas de los bares, y los parásitos aprovecharon para acusar a las personas migrantes de ser las responsables, y entonces llegó la pandemia de la COVID-19, y el no puede ser, y el qué más nos va a pasar, y después, poco a poco, los locos años veinte, y otra vez, las grúas acumulándose en el litoral como faros de prosperidad, los SUV compitiendo con los Cheyenne junto a los carriles bicis, la proliferación de las tiendas de ropa de lino, la euforia ante las estanterías vacías de los supermercados a media tarde en verano, y, cada vez más, en Semana Santa, en Navidad, en los puentes…

Y quienes no tienen más fuerza de trabajo que la casa que han conseguido levantar con sus propias manos o que heredaron de sus padres en el pueblo, ahora la alquilan a los de acento fino e idiomas foráneos, y son estas mismas personas las que limpian la mierda, las que lavan la ropa de cama, pero sin tener que rendir cuentas a nadie. Y claro que les preocupa el encarecimiento de la vivienda, y que sus hijos e hijas no puedan alquilar o comprarse una casa en sus pueblos, y que tengan que irse a las poblaciones vecinas, pero también ellos trabajan para los foráneos porque aquí no hay industria, ni burguesía, ni, por ahora, alternativa creíble al monocultivo del turismo. Solo sol y playa, comida rica, África en el horizonte, el bosque mediterráneo en la serranía, una idiosincrasia cultural por rescatar, una autoestima machacada por los prejuicios que siguen flagelando al Sur, por la miseria a la que lo condenó el franquismo, por el centralismo mediático, por el abandono de todos los partidos políticos, por el expolio neocolonial de las grandes empresas europeas, por una deuda histórica que ya nadie parece reclamar. Urge una transición turística y, a ser posible, antes del próximo crack, pero para que sea justa primero hay que reparar a las clases más castigadas y diversificar la economía para que el turismo sea solo una fuente de ingresos más. Para vivir mejor. Para poder vivir.

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