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"Lo tenemos tan interiorizado que quizá parezca obvio decirlo: el botón “me gusta” es uno de los inventos socialmente más influyentes de este siglo".

Un trabajador de Amazon repartiendo paquetes. KEVIN MOHATT/REUTERS
Ignacio Pato
04 junio 2021 Una lectura de 5 minutos
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Justo unos días antes del cambio de tarifas de la luz se estropeó la lavadora del piso. Otro de esos pequeños contratiempos, dramas del primer mundo que no por eso son bienvenidos. Como donde vives no es tuyo, comienza entonces el ciclo de llamar al servicio técnico, que maneja un rango de visita tan amplio como para aparecer mientras te duchas a primera hora o justo cuando te acabas de sentar a comer. Fue eso último. Había petado por sobrecarga continuada, pues es mandamiento no ponerlas medio vacías. El diagnóstico, también clásico: por el precio de la reparación te compras lavadora y media.

La ronda continúa con la negociación por whatsapp con los caseros. Rebaja tras rebaja hasta el emoji de OK final. Como si la lavadora a comprar no fuera a ser otro activo más en su poder. Cuando llegan los instaladores se equivocan de lavadora tras haber encajado ya la que no era. Una vez cambiada, y con el suelo encharcado y entre rudos monosílabos y algún trastazo a los muebles y de nuevo con el almuerzo frío, uno de ellos me alarga un móvil y me pide que escriba nombre, DNI y que coloree en una aplicación unas estrellitas. De 1 a 5, según el servicio. Siento ese incómodo poder. No me lo pienso. Le pongo todas, las 5.

Es algo mecánico. Ni siquiera me atrevería a llamarlo solidaridad de clase. Casi ni empatía humana. Desconozco qué consecuencias tiene en la vida de una persona que yo, por puro agobio o hasta un infantil sentido del honor, tenga una parte de su sustento en mis dedos. No sé lo que hay detrás de ese sistema de puntuación del demonio, cómo va esa liga corporativa de la sonrisa o qué presiones reciben con ella los empleados de esa empresa. No soy nadie, pero soy mucho más que un cliente, que es lo que, para los que han entregado las armas del común (o siempre las despreciaron), constituye ya su sola identidad. No ser ni clase media ni trabajadora ni otras etiquetas en vinagre. Ser cliente, consumidor. Pero qué quererse poco es sentir que toda tu dignidad depende del trato personal en un servicio contratado.

En hostelería el asunto es tristemente conocido. Ahí están las hojas de reclamación que cualquier pusilánime quizá pisoteado en ámbitos más importantes puede enarbolar triunfante. Aunque no se haya leído ni el convenio de su propio trabajo, aunque conozca más a su jefe que a sus hijos. El chantaje permanente al que se somete a camareros y camareras en precario, bajo contratos de hombres o mujeres orquesta. Las prisas de otros repercutidas en ellos y ellas, horas de pie, limpiando, memorizando, esquivando, sirviendo, calculando, cobrando, agradeciendo, sonriendo.

Si tienes una primera cita con alguien a quien tengas curiosidad por conocer, te deseo que vayáis a un bar o restaurante donde tarden o se equivoquen al traeros algún plato. Sabes cómo es otra persona viendo cómo trata a camareros o camareras. Es una verdad universal con ramificaciones, como esa otra que dice que sabes cómo de pijo es alguien por la soberbia con la que deja que sus hijos –pequeños y no tanto– le hablen a alguien que está trabajando.

En el alambre cada día. La economía del bolo. El proyecto fugaz como unidad de medida. Tragar y llevártelo a casa. Amazon instala cabinas para que sus empleados se desestresen. Una llorería. Se dejan de disimulos y aceptan de facto que maltratan por dinero, eso a cambio de que tú no pierdas más tiempo en ir al baño a mirar al vacío. Sus promotores hablan de recargar tu “batería interna” con vídeos de mindfulness, sonidos exasperantes y demás parafernalia que tiene como objetivo hacerte sentir responsable del malestar. Quién va a entrar ahí, a la vista de todos sus compañeros, sino alguien con “problemas”. La versión pseudotecnológica del jefe que te llama a casa para ver cómo vas de la baja por ansiedad que has tenido que cogerte por su culpa. Y recordemos que el capitalismo del gustar incluye también el no ser identificado como fuente de problemas.

El verano pasado, un repartidor de esa empresa denunciaba que algunos clientes mentían en la evaluación negativa de su trabajo para conseguir compensaciones como gastos de envío gratis o directamente ahorrarse pagar lo comprado. Algunos profesionales de hostelería también se han quejado de intentos de chantaje mediante malas críticas en TripAdvisor para conseguir un postre por la cara. Teleoperadores sometidos a una dieta de desprecio diaria. Camareras de piso (cuya orden de no trabajar es, literalmente, un cartel de “no molestar”) con las encuestas de satisfacción para el huésped.

Empleados de enormes tiendas deportivas o de muebles con su alquiler en vilo por las caritas que podrían pulsar clientes que no han encontrado las mallas o la estantería que querían. Instaladores de fibra óptica que se saben como posible diana del descontento del particular contra su empresa. Trabajadores de limpieza en grandes instalaciones por las que incluso se paga por ir al servicio. Personal de la pública AENA en el a zona de embarque. Son otros ejemplos de dependencia de una mano generosa, sencillamente justa o en el peor de los casos perteneciente a un desgraciado remedo ibérico del Joker.

Son casos claros, muy directos, pero no los únicos. Lo tenemos tan interiorizado que quizá parezca obvio decirlo: el botón “me gusta” es uno de los inventos socialmente más influyentes de este siglo. Ahorra esfuerzos expresivos, cuantifica las emociones, clasifica la aceptación y la legitimidad pública y por último habilita una potencial comparación sin final. Parece ya mucho, pero hay más. Porque gustar también aparece como condición laboral para quien por ejemplo escribe. 

Ojalá fuera vanidad, pues querría decir que con ella se pagan facturas. La mayoría de compañeros y compañeras con quien he hablado del tema reconocen cierto desasosiego a la hora de postear algo que hayan escrito. Especialmente si detrás hay dedicación y cariño. Tampoco es la curiosidad del artista consagrado que cada tres años saca un disco e, independientemente de cómo sea recibido, seguirá viviendo en un chalet con piscina. Es más parecido a un mensaje en una botella, con un trocito de tu vida dentro, lanzado a un océano. Lo arrojas y te das la vuelta dejando, solo por un momento, toda esa inmensidad a tu espalda, pensando que te va en ello más de lo que te gustaría. Y ves, otra vez ese verbo.

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Comentarios
  1. Dave dice:
    07/06/2021 a las 17:40

    Yo fui a comer a un sitio solo por la respuesta desairada y de quedarse a gusto del dueño en Google. La verdad es que la mayoría de las veces se acierta con lo que hay. Solo una vez puse una reseña negativa y fue porque sentí que un tipo (dueño del sitio, ojo, nada de currito) nos trataba con desdén por cómo íbamos vestidos. Me escribieron diciendo que ellos tratan a todos por igual. Era una tienda de muebles. Una tienda grande de polígono y con renombre. Estoy muy de acuerdo en casi todo lo que dices, pero también está bien que haya alguna defensa contra clasistas (como este caso) o contra timadores o pseudo-timadores.

    Responder

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